En el poema oigo ecos, ecos de otras historias, otros autores, de otra gente, otros viajeros, ecos del viaje mítico, del aventurero, veo en ese primo que vuelve algo del capitán Nemo de Verne; ecos de algún deseo que tuve de muy chico cuando leía La Isla del Tesoro, de ser un purrete polizonte en algún barco pirata, y sentir rabia por haber nacido en el tiempo y lugar errados. Oigo ecos de los viajes que quise hacer de más grande y no hice; y también de los viajes que sí hice, de los lugares y la gente que conocí en esos viajes, cada uno con sus historias, que para mis ojos foráneos fueron gigantes.
Me siento en el lugar del otro, del que espera al viajero, el que escucha sus historias, el que lo extraña, el que lo ve ir y volver tantas veces, siempre con fascinación casi envidiosa por animarse a hacer eso que todos queremos pero no nos atrevemos en nombre de no se qué tipo de seguridad.
Me siento de vuelta en mi pueblo; leyendo de vuelta libros de aventureros viajando por África, combatiendo tiburones o resolviendo crímenes en el lejano oriente; soñando con ciudades enormes, llenas de historias y de gente.
Vuelvo de repente a pensar en conocer esos lugares, esos perfumes, de planear algún viaje a alguna ciudad de Asia y de deambular por su mercado, seguramente bullicioso, atestado de gente hablando en idiomas extraños.
Siento la lejanía, de ciudades, y de sus gentes, y de las “viditas” de esas gentes; siento el latir de todo un mundo más allá de mi lugar, tan chiquito y llano; sé que ese mundo está vivo, oigo su latido, pero despacito, como el reflejo tenue del faro de Turín; y es ese latido, ese faro lejano, lo que me provoca inmensa curiosidad, de conocerlo todo, de saber qué están haciendo esas vidas en todos esos mundos.
Siento la ansiedad de la espera de un viaje, la emoción de escuchar el relato del viaje de alguien más, la fascinación de añorar nuevas ciudades, nuevas personas, nuevas vidas; y pienso, de repente, que muchas veces es la mejor parte, pienso que muchas veces el viaje puede defraudar, que no fue tan emocionante como se lo cuenta, que la gran ciudad puede también ser oscura; que las historias y la gente son más o menos las mismas aquí que más allá.
Entonces elijo de vuelta la añoranza, de vuelta la fascinación; planeo nuevos viajes, leo nuevos libros, imagino nuevas historias; seguro de que es el momento más cálido, y recuerdo aquel lugar común en eso de que “la felicidad no es un destino sino un camino”, y pienso que, a veces, en los lugares comunes uno puede también sentirse a gusto.
miércoles, 14 de abril de 2010
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